Después del cambio de casa, pensé que lo que más extrañaría sería la vista que
tiene de las estrellas mi antigua casa, sin embargo lo dije sin haber salido
alguna vez a éste
patio. Dejé todo lo que estaba
haciendo cuando el pensamiento me vino a la mente. Me hice un té y me abrigué un poco. Abrí la puerta sin
hacer mucho ruido, lo esencial de éstas
exploraciones y descubrimientos es que nadie sea capaz de arruinar el momento.
Vivirlos sola; estupendo. Acompañada
de alguien importante; mucho mejor. En ésta ocasión salí sola al patio y levanté la vista.
Inmediatamente sentí
como una ráfaga de viento me
revolvía el cabello y me
congelaba la cara y las manos y el té
humeaba. Pude sentirme lejos por un instante mirando fijamente a esas estrellas
brillantes.
Me fui lejos y de pronto ya no estaba en
Recoleta, ni en Santiago. Estaba en ese pueblito playero que fui una vez, la
casa se encontraba en un pasaje de tierra, rodeada de otras casas playeras con
el color gastado y las rejas oxidadas, la madera podrida o apolillada. Al final
del pasaje había
un bosque que se comía
la oscuridad de la noche haciéndolo
muy terrorífico y a la vez
encantador. El pasaje conectaba directamente a la calle principal del pueblo,
que tampoco estaba pavimentada, sólo
había veredas, pero
también estaban cubiertas
de arena. Al otro lado de la calle había
un minimarquet que tenía
de esas máquinas de pelolitas
en la que los niños
juegan a apostar a la suerte y a sus habilidades tirando del mango. Una cuadra
más arriba había un pequeño terminal de
buses, que en realidad consistía
de una pequeña
casucha de madera prensada donde comprabas los pasajes. Hacia el otro lado había una pequeña costanera que daba
entrada a una larga playa imposible de recorrer en el tiempo que tuve en esos
momentos. Pero me senté
ahí por horas, viendo,
viendo, viendo y sintiendo, oyendo y viviendo. Respirando y dejando todo ahí. Cuando me levanté sacudí la arena y miré bien a ver si algo
se me quedaba, pero no había
nada, yo sentí
que algo perdí,
pero hubo ganancia y como una semillita pequeña me enterré en la arena para volver en algún momento, cuando
ya haya florecido, volveré
por mí. Caminé más haya, hacia el
sur, atravesé
un pequeño puente hecho de
neumáticos para no
mojarme los pies con agua estancada. Se escuchaba gente, se veían luces, era un
carnaval. Estaba emocionada. Había
juegos, pero yo fui directo a comprarme una manzana confitada, manché mis manos y mi
boca, pero eso no importaba cuando sonreía a la tipa que tocaba guitarra y
cantaba una canción.
Recorrí la cuadra
completa, extasiada por la gente, la alegría, los colores, los olores, por la
noche. Entonces vi un pequeño
desvío que me llevaba a
la orilla de la playa. Nunca antes sentí la arena tan liviana para caminar y
tan agradable el olor del mar. La humedad me tenía el pelo esponjado y la cara húmeda, tenía la boca manchada
y las manos pegajosas. Era feliz en ese momento. Había una silla de salvavidas, de esas
que son altas y blancas. Me subí,
me senté y ahí pude apreciar el
grandioso cielo nocturno, las olas y esa línea apenas visible que divide un mar
oscuro con un cielo negro. Esa línea
que une lo que es imposible de unir, pero que lo hace posible durante las
noches y que no todos son capaces de ver, porque nadie se fija en las cosas que
están ahí, las cosas que
hacen éste mundo nuestro
mundo y no otro. Esa cantidad de agua, unida con el universo y las estrellas
que se unen a sus reflejos en el mar, cuando las estrellas pertenecen a la
Tierra y cuando nosotros le pertenecemos a ella. Cuando la Tierra es nuestra y
eso nos une a algo. Esa línea
divisoria que nos acerca a la idea de que somos parte de algo mucho más grande. Todos
somos parte. Pero nadie se da cuenta.
Y ya estaba aquí, afuera de mi patio, mirando las
estrellas con el cuello doblado y muy adolorido, cuando mi papá me habló de por la ventana
de la cocina y me preguntó
si quería ver una película con ellos. Miré mi té y ya estaba frío. “No, gracias” Le dije y se fue a
acostar. Miré
por última vez las
estrellas pero el recuerdo ya se había
ido. Miré las velas que puso
el Gonzalo en la gruta, me encandilé
con las luces y un recuerdo fugaz de una niña haciendo malabares con fuego pasó por mi cabeza.
Luego caminé hacia la puerta y
cerré con llave.
Algún
día volveré a recoger todos
los sentimientos que quedaron enterrados en esa playa.
19/07/2015
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