jueves, 22 de septiembre de 2016

Después del cambio de casa, pensé que lo que más extrañaría sería la vista que tiene de las estrellas mi antigua casa, sin embargo lo dije sin haber salido alguna vez a éste patio. Dejé todo lo que estaba haciendo cuando el pensamiento me vino a la mente. Me hice un té y me abrigué un poco. Abrí la puerta sin hacer mucho ruido, lo esencial de éstas exploraciones y descubrimientos es que nadie sea capaz de arruinar el momento. Vivirlos sola; estupendo. Acompañada de alguien importante; mucho mejor. En ésta ocasión salí sola al patio y levanté la vista. Inmediatamente sentí como una ráfaga de viento me revolvía el cabello y me congelaba la cara y las manos y el té humeaba. Pude sentirme lejos por un instante mirando fijamente a esas estrellas brillantes.
 Me fui lejos y de pronto ya no estaba en Recoleta, ni en Santiago. Estaba en ese pueblito playero que fui una vez, la casa se encontraba en un pasaje de tierra, rodeada de otras casas playeras con el color gastado y las rejas oxidadas, la madera podrida o apolillada. Al final del pasaje había un bosque que se comía la oscuridad de la noche haciéndolo muy terrorífico y a la vez encantador. El pasaje conectaba directamente a la calle principal del pueblo, que tampoco estaba pavimentada, sólo había veredas, pero también estaban cubiertas de arena. Al otro lado de la calle había un minimarquet que tenía de esas máquinas de pelolitas en la que los niños juegan a apostar a la suerte y a sus habilidades tirando del mango. Una cuadra más arriba había un pequeño terminal de buses, que en realidad consistía de una pequeña casucha de madera prensada donde comprabas los pasajes. Hacia el otro lado había una pequeña costanera que daba entrada a una larga playa imposible de recorrer en el tiempo que tuve en esos momentos. Pero me senté ahí por horas, viendo, viendo, viendo y sintiendo, oyendo y viviendo. Respirando y dejando todo ahí. Cuando me levanté sacudí la arena y miré bien a ver si algo se me quedaba, pero no había nada, yo sentí que algo perdí, pero hubo ganancia y como una semillita pequeña me enterré en la arena para volver en algún momento, cuando ya haya florecido, volveré por mí. Caminé más haya, hacia el sur, atravesé un pequeño puente hecho de neumáticos para no mojarme los pies con agua estancada. Se escuchaba gente, se veían luces, era un carnaval. Estaba emocionada. Había juegos, pero yo fui directo a comprarme una manzana confitada, manché mis manos y mi boca, pero eso no importaba cuando sonreía a la tipa que tocaba guitarra y cantaba una canción. Recorrí la cuadra completa, extasiada por la gente, la alegría, los colores, los olores, por la noche. Entonces vi un pequeño desvío que me llevaba a la orilla de la playa. Nunca antes sentí la arena tan liviana para caminar y tan agradable el olor del mar. La humedad me tenía el pelo esponjado y la cara húmeda, tenía la boca manchada y las manos pegajosas. Era feliz en ese momento. Había una silla de salvavidas, de esas que son altas y blancas. Me subí, me senté y ahí pude apreciar el grandioso cielo nocturno, las olas y esa línea apenas visible que divide un mar oscuro con un cielo negro. Esa línea que une lo que es imposible de unir, pero que lo hace posible durante las noches y que no todos son capaces de ver, porque nadie se fija en las cosas que están ahí, las cosas que hacen éste mundo nuestro mundo y no otro. Esa cantidad de agua, unida con el universo y las estrellas que se unen a sus reflejos en el mar, cuando las estrellas pertenecen a la Tierra y cuando nosotros le pertenecemos a ella. Cuando la Tierra es nuestra y eso nos une a algo. Esa línea divisoria que nos acerca a la idea de que somos parte de algo mucho más grande. Todos somos parte. Pero nadie se da cuenta.
 Y ya estaba aquí, afuera de mi patio, mirando las estrellas con el cuello doblado y muy adolorido, cuando mi papá me habló de por la ventana de la cocina y me preguntó si quería ver una película con ellos. Miré mi té y ya estaba frío. No, gracias Le dije y se fue a acostar. Miré por última vez las estrellas pero el recuerdo ya se había ido. Miré las velas que puso el Gonzalo en la gruta, me encandilé con las luces y un recuerdo fugaz de una niña haciendo malabares con fuego pasó por mi cabeza. Luego caminé hacia la puerta y cerré con llave.
 Algún día volveré a recoger todos los sentimientos que quedaron enterrados en esa playa.

19/07/2015

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